LXVI

El aprendiz de burgués tomaba su clase diaria con el maestro zen. El maestro le tendió un gran espejo rectangular y le dijo:
 -Esto vale diez dracmas. Haz que valga veinte.
El aprendiz tomó la pieza y comenzó a recitar con voz temblorosa:
 -Bueno, aquí le ofrezco un hermoso espejo, a sólo veinte dracmas...
 -Pero vale diez -repuso el maestro. El aprendiz miró el espejo preocupado.
 -Es que... lo traigo de muy lejos.
 -Eso es mentira. Yo acabo de vendértelo a diez dracmas. Tu maniobra es evidente.
 El aprendiz bajó la cabeza y esperó el golpe de caña de bambú con el que el maestro zen solía marcar los errores. En vez de eso oyó:
 -Ya que no eres capaz de sacarle ganancia, te ofrezco cinco dracmas por él para que al menos no lo pierdas todo.
 -Te lo vendo a ocho...
 El maestro atizó la espalda del aprendiz con su caña de bambú.
 -¡Vale diez!
 -Pero si no puede venderse por menos, ¿cómo lo voy a vender por más?
El aprendiz estaba desolado y dolorido. El maestro, con la velocidad de un rayo, aplicó un golpe de palma al espejo que se quebró en dos mitades iguales.
 -Ahora tienes dos espejos, compactos, hechos a medida, prácticos para guardar en una cartera o portafolios y llevarlos a cualquier parte...
 Cuando cayó la noche sobre el jardín, el maestro seguía describiendo las bondades de los pequeños espejos, y el aprendiz escuchaba maravillado, tomando nota de todo.

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